Conozco algo de ti

Publicado y distribuido por: ELIPSIS EDITORES (Colombia) 2021

Por: José A. Morales (Vautrin)

CONOZCO ALGO DE TI
(Desde el piso 15)








I

Fue un día que me levanté y decidí meterme en las vidas de quienes me habían dejado. Tal vez me queden pocos días de vida. Ellas son culpables. Las buscaré –pensé–. Sé dónde vive cada una, horas de entradas y salidas. Son como todos los que mantienen el mundo: escuela, secundaria, universidad, matrimonio. Hijos. Empleados, vejez y achaques. Recuerdos de lo que se pudo y no llegó. Jeimy Brown, fue modelo, miss mundo 1987. Recuerdo que era de belleza apolínea. Le mandaré un regalito. Cuento con la ayuda de un buen informático que sabe encriptar y haquear claves. Mi mascota electrónica.
La familia Brown almorzaba cuando alguien tocó el timbre.
–Espere, un momento, –dijo el esposo de Jeimy.
Un muchacho se bajó de la motocicleta, Pizza en mano:
–Buenas, señor –dijo–. Pizza para la familia Brown.
–Yo no la ordené.
–Dice que es un cumpleaños–agregó el repartidor–. Ya pagaron. Firme aquí.
Claudio Brown pensó que quizás habrían sido las amigas de la fundación que le habían enviado el obsequio a su esposa más tratándose de un día domingo. Firmó y el repartidor se marchó. Cerró la puerta.
–¿Y eso, amor? –Preguntó Jeimy.
–No sé, dímelo tú, querida.

Eran las doce menos quince del mediodía. La urbanización Tahona estaba desolada y en lo alto las escarpadas boscosas se veían teñidas de nubecillas rimbombantes. Los muchachos están en sus habitaciones jugando PlayStation. Claudio puso la caja con la pizza en la mesa. Jeimy la abrió para encontrarse con el olor a queso gratinado con otra sorpresa extraña.
–¡Dios mío! –Exclamó sorprendida–. ¿Qué es eso?
–Fotos de...

Abrieron la caja acartonada donde se leía el emblema Domino's Pizza. Estaba la pizza con varias fotos. Eran retratos desde que se habían casado años atrás, otras donde Jeimy se veía montándose al vehículo, y una de su hijo menor, Dylan, en un baño de la escuela.
¡Es una broma! Pensó Jeimy.

Para peor mal cuando sacaron por completo la pizza estaban varias cabezas cercenadas de ratas cuyos chorritos sangrientos destilaban unión de queso con pelo de roedor.
–¡Qué asco! –Dijo Claudio.
–Es mi foto–agregó Jeimy– cuando estuve en el miss mundo. Esta nunca la tuve. Llamaré a la policía. Hay psicópata suelto y obsesionado rondando.
En la caja había también un papelito rubricado con tinta roja que exponía: «hace mucho tiempo me desgraciaste la vida, por tu culpa estoy muriendo, Jeimy. Prometo que no sentirás el frío aliento de la muerte cuando te mate. Será hermoso, mi amor. No sabes cuánto tiempo llevo esperando este momento. Las cosas caerán».

Jeimy estaba un poco confundida  siguió pensando que era una de esas bromas pesadas que le jugaba la academia de modelaje cuando ya casi era fecha de su cumpleaños. Aunque tenía otra impresión. 26 de agosto, un buen día para morir.
«Conozco algo de ti, Jeimy».
Otra fotografía donde salía la inscripción de una lápida leyéndose el nombre de la madre de Jeimy Brown en el cementerio. Estaba rayada en tinta: socavaré sus restos.

De pronto un ruido estrepitoso retumbó en algún lugar cercano.
–¡El garaje! –Gritó Claudio–. ¡El tanque se vino abajo, cayó!
Los vecinos salieron de sus casas con el fragor y en efecto el tanque de acero había caído de bruces derramando grandes cantidades de agua por el perímetro. Charcos y charcos de agua circularon por la calle.
–¿Qué pasó? Salieron los muchachos de sus habitaciones:
–¿Qué es eso, mamá, papá? –Dijeron a coro.

Llegó el camión de bomberos con ambulancia y demás. Todavía no hay heridos. La gente se aglomeró en la urbanización. Sonó el teléfono. Jeimy agarró:
–Es apenas el comienzo, querida Jeimy –dijo una voz camuflada con efecto.
–¿Quién eres? ¿Te conozco?
La voz dejó caer un breve silencio.
–Hola –insistió Jeimy. Diga.
–El viejo hombre niño–agregaron al otro lado del auricular.
–Sea lo que sea, no es un juego, así que por favor...

–Cállate, estúpida –Interrumpió la voz–. Vas a llevar al sitio que te diga cinco mil dólares. No policías, no denuncies, quédate tranquila. Mira, Jeimy, las ratas en la pizza, conozco algo de ti. Cumples el 26 de agosto ¿verdad? Un lindo día para morir. Quédate mirando el estacionamiento. Anda. Abre la persiana.
–De verdad no sé qué clase de tarado seas –comentó Jeimy.
Sonaron detonaciones y la gente del estacionamiento comenzó a gritar: ¡agáchense! ¡Están disparando! Uno de los proyectiles impactó en el cuello de un civil.  Los bomberos se lo llevaron pero no aguantó y murió a los pocos minutos asfixiado con su propia sangre. Todo ocurrió muy rápido en la Urbanización Carlos Cruz Diez del Hatillo.

Sé que vendrá incremento de vigilancia, pillar mi llamada, denuncia, otros vigilantes y toda esa chusca parafernalia que llaman orden. Los funcionarios le preguntarán todo el cómo fue y si vieron personas nuevas en el sector. Irán a la fiscalía. Llegarán los periodistas con el chisme. Conozco todo el procedimiento porque trabajé allí. No olvido aquella tarde de 1989 cuando me dejó para irse con el tal Claudio, un hacendado proveniente de la burguesía del este, dueño de empresas, yates, caballos en el hipódromo y de apartamentos en Nueva York. Las tías se lo metieron por los ojos: ese es un buen hombre, Jeimy. Olvídate de Vautro que es un simple militar de tercer rango y que aspira vender los libros que escribe.

Estuve dos meses internado en un sanatorio porque no soporté la falaz cuita que dejó Jeimy Brown cuando éramos universitarios y no habían salido las novedosas técnicas de Programación Neurolingüística. Le llevé serenatas y no resultó. Le mandé flores y nada. Dejé los estudios de economía. La enviaron un año a Francia mientras los medicamentos y  sedantes hicieron estragos en mi mente. Nunca puedo practicar la sentencia de Tagore cuando dijo: «el amor es como las mariposas, si tratas de alcanzarlas desesperadamente, se alejan, pero si te quedas quieto se posan sobre ti».
En las investigaciones judiciales supieron que en la semana ningún repartidor Domino's Pizza entregó pedidos para la urbanización Carlos Cruz Diez. Hice una buena artimaña. Le pagué a un buen truhan por el asunto porque para eso estamos en democracia. Ahora voy por ti, Anastasia Semprum. ¿Por qué hago esto? 

II

Anastasia es una señora que no está para tantos trotes. Lleva una historia muy triste a sus espaldas  y hoy será peor con lo que le toca pasar. Pocos años de haber tenido su segundo hijo, el esposo murió en un accidente aéreo. Se trataba de un militar bien plantado y de jerarquía. Los hijos son la mayor preocupación de un adulto. Allí me enfocaré para que queden solos. Total, no son míos.

Anastasia llega de la escuela, se ducha, come, llama a su hijo mayor, se sienta media hora a mirarse al espejo, abre la regadera, llave caliente, le da comida a unos malditos loros gruñones. Revisa el facebook y su correo electrónico. En cuanto abrió la bandeja de entrada se percató de un mismo nombre que le había mandado unos diez correos. ¿Y esto qué será? –Se preguntó un tanto curiosa.
Abrió uno.
«Eres otra culpable de mi desgracia. Sé que estás diabética, deprimida, tu hijo mayor no puede darte nietos, le guardas devota conmiseración. Frecuentas un brujo, vieja demente, boba, siempre fuiste la torpe del salón. Eres sumamente nerviosa y nunca superaste la muerte de tu marido, conmilitón desgraciado y corrupto. Sé que sois muy creyente».

–Qué tanto sabes tú, mijo –dijo Anastasia al leer aquellas líneas un tanto acertadas–. Seguro se trata de un ocioso. Quién más hace tales cosas.
Abrió otro correo.
Varias fotos en formato JPEG relucieron. La pantalla del ordenador desglosó en modo presentación pasajes de su juventud de liceísta al igual cuando en la universidad y cuando su matrimonio con el coronel por quien me dejó. Fotos en formato blanco y negro, paseando por la gran sabana y hasta una cuando su padre fue dueño de una hacienda en Mérida.
–Caramba, un sábelo todo anda husmeando –dijo Anastasia Semprum.

Leves palpitaciones se apoderaron de su cuerpo decrepito. Nadie estaba en casa. Sus hijos de viaje. Sólo un gato angora de mascota que se le acercó para metérsele entre las piernas lanzando tenues bufidos.

«Anastasia, dios ha muerto, tú lo has matado».

Eran frases como éstas las que aparecieron bajo una misma dirección electrónica: anastasiamuere1951@gmail.com 

«Los estafadores del culto usan al siervo de la cruz pa` chulearse a los idiotas ».

–Qué enfermo hace todo esto –dijo Anastasia soltando súplicas viendo otros correos– perdónalos, padre santo. Salva esa alma perdida en la locura. ¡Fuera!

Pensó que tal vez se trataba de muchachos ociosos del liceo a los que había reprobado. La bandeja de CD se abrió de repente. Anastasia dio un respingo. La pantalla se iluminó en blanco con letras rojas: “dios está muerto, lo hemos matado al igual que Anastasia ha sido elegida para morir”.

–Que el señor reprenda al diablo–vociferó Anastasia–. ¡Sal Satanás! ¡En nombre de Cristo redentor expulso al demonio!

La pantalla de la Pc volvió  a iluminarse ahora con fondo negro y letras rojas con imágenes blasfemas: Cristo follando monjas, demonios metiéndole cruces de espinas a vírgenes y ángeles en señales fálicas de claras masturbaciones.

«Cristo es la voluntad de mediocres y resentidos. Dios es un fuego incandescente que huye de nosotros. Cristo se coge la muerte». ¡Anastasia muere!

EN VIVO Y DIRECTO:
Es un programa en vivo –me dijo
– ¿Cómo? ¿Y las cámaras? –Pregunté.
–Están abajo. Ya las verás por el camino, mientras llegas –respondió.
Y me empujó al vacío, desde el noveno piso. (Juan Calzadilla)

Anastasia, asustadiza y reprendiendo al demonio llamó a toda una manada de compinches de la iglesia. Pronto estuvieron en su  casa la turba de individuos con biblia en mano lanzando cánticos de alabanzas para reprender al demonio que se había metido en el Pc de Anastasia.

Eso era lo que quería. Así deseaba verlos reunidos. Cuando fuimos novios todo marchaba bien hasta que apareció un militar de rango. Le llevé flores  serenatas. No funcionó. Terminó casándose con el militar bribón y yo volví al internado para un tratamiento de seis meses con medicamentos intravenosos. Fue una muy lenta recuperación. Pensé que el hijo era mío. Me equivoqué. Es del militar. ¡Zorras!

III

Jeimy Brown al final de la tarde pidió que le llevasen casa de Anastasia Semprum. Ya se imaginaban todo.
 –Lo que hacen los años con la belleza del miss mundo –dijo Anastasia apenas le invitó a entrar a su domicilio.
–No solo los años –repuso Jeimy–. Ya sabes que alguien anda asustándonos.
– ¿Alguien?
–Nunca le hemos dicho que son sus hijos –reveló Jeimy–. Cuando se fue por tanto tiempo, estos vientres fecundaron algunos frutos del desgraciado. Sin embargo, lo negamos.
–Entonces moriremos –dijo Anastasia–. Cuando se oculta por tanto tiempo una verdad capital el rencor queda clavado en el alma humana cuya única salida es la venganza. El inconsciente no se equivoca.
–No creo. Son alardes, –añadió en última frase cuando sonó el escándalo.

Años en la milicia y aprendí a volar. Me hacían señas pero cegado por el dolor de tanto tiempo creyendo que nunca tuve hijos. Planeé el helicóptero, volé bajo, las vi hablando en el porche de la casa. Puse el dedo en el botón rojo y sentí un gozo enorme viendo cómo volaron en pedacitos: ¡Mueran, alacranes!
También asistieron a visitarme al internado. Fueron ambas mis mujeres a las que dejé algunas de mis propiedades. Recuerdo que cinco mil dólares fue lo último que les di.
Jeimy camina junto a Anastasia, lentas, encorvadas, dialogando con rostros arrugados por los años.

–Si estuviese sano, estaría disfrutando con sus hijos –se decían las viejas mientras alzaron la vista al edificio donde me encontraba: «Abel Sánchez Peláez: Sanatorio Mental».

–Déjame tocarte allá abajito. Anda. El ojo de la vida.
–No, hoy no se puede –Me dijo la enfermera.
–Te doy cinco dólares.

–No.
–Está bien, cinco mil dólares.
–Buena oferta, pero no son mis servicios, señor Vautro.
–Comeré tus sesos –espeté– te llevaré en helicóptero, explotaré tu maldita casa. ¡Puta! Dime si tengo hijos.
Jeimy junto con Anastasia se asomaban por la ventana de la habitación y me vieron amarrado a un catre con cueros que cruzaban todo mi cuerpo de antiguo infante militar. Ya soy un perro decrépito que ni ladra ni muerde, mis mujeres se asoman por la ventanita y no pierdo las ganas de volar con ellas. Volar y volar como en la guerra de Vietnam.

– ¿Van a entrar? –Les preguntó la enfermera.

Logré desamarrarme en silencio. Lo había practicado muchas veces. Hoy veintiséis de agosto. Una de ellas cumple años. Son mías en el descenso.
– ¿Lo sedaron? –Preguntó Anastasia mirando a Jeimy.
–Claro, atrimon pastillas –confirmó la enfermera–. Pueden entrar sin miedo, señoritas.

Noté que la enfermera se retiraba. Ellas entraron. Estaban feas. Dobladas. Sus rostros traslucían una sonrisa perenne producto de tanta arruga confundidas con la risa eterna.

–Hola, vautro –Me dijeron.
Ellas me contemplaron unos instantes cerciorándose de mi estado indefenso. Simulé que dormía. Simulé haber tomado la maldita pastilla. Eso es vivir. Un constante teatro donde los señores del orden están más tarados que mis simples cavilaciones. ¡Cagatintas!

–Pon las fotos en la mesa –oí decir–. Para cuando despierte recuerde que estuvo en Vietnam. Pobre vautro, debe seguir escuchando bombazos en su cabeza.
–Desconoce que no todos son sus hijos. Nunca se lo dijimos.

Ellas salieron y se recostaron del balcón en la habitación. Especial para volar. Pensé.

Reventé las tiras de cuero. De un brinco me levanté de la cama y corrí hacia el balcón. Las empujé con todas mis fuerzas y nos lanzamos desde el piso 15. Lo último que les dije en el aire: conozco algo de ustedes. La gente gritaba desde las calles ¡Se lanzaron del sanatorio! ¡Los locos! Tres esperpentos hecho trizas cuando caímos al pavimento en medio de la calle. Por mentirosas.


 Nota: 
Relato publicado en antología ELIPSIS - Internacional
             ISBN: 978-958-49-1953-3

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