HISTORIA DE LOS ÓLIVER

Son pocos los datos que arrojan la participación de un Óliver en la historia de nuestra independencia. El famoso “Chingo Óliver” fue designado por la Real Hacienda en Gibraltar (Hoy Estado Zulia), para salvaguardar los designios de la Monarquía. Pero el Chingo se sublevó pudiendo seducir a los negros de Gibraltar que pronto se pasaron a la causa emancipadora.

Por haber persuadido a los negros del Zulia, fue condenado al destierro y sus bienes confiscados en un espeluznante conciliábulo colonial. 







Cuando Fernando VII renunció a la corona, la regencia española en caracas quedó depuesta. Napoleón le asignó una beca y el hombre aceptó. Novedad que trajeron los barcos negreros; para el entonces, las provincias eran  pampas incendiadas durante y después de la emancipación. Un presbítero llamado Juan Bautista, fue pillado lanzando imprecaciones sobre el Libertador, días posteriores, el curato y pueblo donde habitaba, fue quemado por un verdugo apodado “El cacique Pedro”. Zardomeda era un  completo desastre. La campana muda en su torre alta, era lo único que quedaba cuando el cura salió corriendo del poblado.

El -Chingo Óliver-, nunca se intimidó con las guerrillas de otros caciques, cuyo aposento predilecto en las regiones eriales se afincaban. Narraba la señora Doraima antes de entrar a la iglesia. Una de sus hijas contraía nupcias con un hombre vinculado al sindicalismo obrero nacional. Apenas cayó el régimen de Marcos Pérez Jiménez, la familia exiliada en Chile regresó a Caracas.  Del matrimonio entre Domitila Óliver y Reinaldo, nacieron: Veruska, Anaís, Paola, y Arminda Óliver, ésta última con ciertos defectos en sus órganos auditivos. Corrían los albores y estrepitosos éxodos de la segunda guerra mundial, de toda Europa llegaron gentes ojos azules a fundar aquí,  empresas y traer la excelsa mano de obra, para distraer un poco los llantos de las guerras emancipadoras y federales, que durante un período prolongado, hicieron estragos. Las muchachas crecieron en el seno de un rabinismo burgués, donde les fue bien enraizado el amor a caracas, sus planicies y trenes, hasta el respeto por los extranjeros. Reinaldo, hizo relaciones con los judíos, de quienes adquirió una empresa ensambladora de automóviles. Veruska, se casó con un italiano que edificó una fábrica de pastas. Al estilo Papá Goriot de Balzac. Aunque tuvo que refugiarse en Moscú, puesto que su querido simpatizaba con el comunismo y toda esa parafernalia de la lucha armada.

Veruska cursó estudios de sociología e impartía clases de idiomas. Hizo un compendio de los hombres venezolanos, que llegaron al poder solo por las armas, admirablemente publicado en Rusia por los revolucionarios en curso, al cual tituló: -Los Insurgentes y el Poder-. Eran los días en que -Carlos el Chacal- sonaba por toda europa, y Venezuela era epicentro de movimientos revolucionarios con el Mir a la cabeza.

 Reinaldo estaba un poco descuidado con su mujer, quien siempre se quedaba con la madre y un polaco apellido Esdransky; el mecánico que se ganó la confianza de su compadre Reinaldo Óliver. Cuidaba la empresa de vehículos. Mientras el señor y diplomático Óliver concertaba relaciones políticas con hombres de la taya del Yugoslavo Tito, esdransky, escuchaba la historia de la familia contada por doña Doraima, quien echaba en cuento las hazañas de Caribe de un tal “Chingo Óliver”, verdugo que laboraba con el propio libertador, el mismo que entregó las misivas de Bolívar a Rivas y a Páez, la mañana cuando el fragor de Carabobo. Jactancia histórica de la estirpe constantemente recalcada.

Anaís es historiadora, casó con un banquero respetable, frecuentemente la llevaba a Paris en cada vacación. Fueron felices hasta que uno de sus críos, al jugar con un arma de fuego, se voló la tapa de los sesos. Duro golpe para todo el clan Óliver, quienes aprendieron a amar por sobre todas las cosas, pero sabían bien, que no podían entregarle su amor a cualquiera. Sibarita bien ejercida desde antaño por todo el linaje. Anaís es un poco enfermiza, pero su delgada figura y esbeltez, la hace presa de incontables admiradores, a quienes mamá Doraima, a pesar del compromiso de sus hijas, les daba arengas recomendándole otros buenos partidos. (Las madres quieren siempre arreglar lo que está bien). Paola, ayuda mucho a su hermana Anaís en sus crisis emocionales y con el niño que le queda. Paola una vez se percató, como si el polaco Esdransky, saliera del cuarto de Domitila; se lo contó a abuela doraima, y ésta lo riñó de forma implacable. No debía meter sus narices en negocios ajenos a su torpe voluntad.

Falta hablar de Arminda Óliver, la que es sorda, y es motivo de burla en unos, y piedad en otros. Lo malo de esta historia, es que cuando a la pobre sorda la iban a enviar para Boston, reciben la amarga y turbadora noticia que su padre Reinaldo pereció en el accidente aéreo de Maiquetía; el que narró Argenis Rodríguez. La casta dio un viraje mortífero. Domitila engañaba a Reinaldo con el mecánico esdransky, de ojos fieros, quien asaltaba la trinchera del finado Óliver. La abuela nunca le agradó el respetuoso Reinaldo porque congeniaba con esos bichos Judíos; la vieja Doraima quedó en las ruinas cuando los israelíes se apoderaron del comercio en Francia, y ella había heredado una cuantiosa fortuna que le dejó un hombre. Además que su madre había sido violada cruentamente por un judío, y llevaba muy callado su reconcomio. El odio nos hace gentes; dijo la vieja al morir Reinaldo.

La familia se disolvió de un plumazo luego de fenecer Reinaldo. Esdransky tomó el poder de los negocios y de la carne domitiliana. Puso todo a su nombre y adquirió una casa en la playa donde humillaba y torturaba a las niñas, especialmente a la sorda Arminda.

Esdransky llevó a sus amigos a la casita de la playa, compraron cohetones y celebraban quizá mordazmente le desaparición de Reinaldo. Todos se embriagaron y decidieron jugar con las niñas. Veruska, Anaís, Paola y Arminda, se encerraron en el cuarto, mientras que afuera, en la bahía, los hombres estaban desnudos con unas chicas. Domitila, desde una ventanita, miraba la función algo consternada. Pero una extraña risa oculta, traslucía su alegría negra. Una de las niñas votó un frasco de aceite comestible, y la casa despedía el olor. Llegó esdransky con su algarabía, desnudó a las chiquillas por castigo, y les cayó a palo limpio. Domitila en su calma chicha guardaba silencio. Veía como sus infantas sangraban con el látigo del polaco. La sorda Arminda con el alborozo, salió corriendo a la playa; pero un compinche de esdransky la trajo por las greñas. –Aquí está la nenita, la agarré huyendo de la ley-. Dijo el holgazán afronegroide.

Esdransky odiaba a la sorda Arminda, la mayor parte de sus palizas se las propinaban a la infortunada sorda. –Debiste morir pequeña, mocosa inservible-. Gruñía como una pantera el pervertido polaco. A trompicones la sacó de la casa dirigiéndose a una pequeña fuente, llena de insectos, pestífera y enmohecida; agarraba por los cabellos a la sorda, y en una serie de repeticiones la sumergía en la apestosa fuente. Los amigos se tronchaban de risa, y alguien que se quejó por tal abominación, esdransky le soltó unos tiros. Al rato, desnuditas fotografiaron a las niñas, el extranjero enloqueció tanto hasta otorgarle una estruendosa paliza a Domitila. Sangró por la boca con la pela. “Aguante hija que ahí hay billetes”. Recomendaba la vieja Doraima.

Como si fuese un César resguardando su reinado, tenía a toda la familia desnuda en el suelo. A latigazos les gritaba que no eran gente. El afronegroide subió a la azotea con la sorda, y en el peor acto deplorable, la ultrajó sexualmente. Desgarró su órgano reproductor. La abuela llamó y Domitila dijo que todo estaba bien. Era día mundial del niño. Ese  es buen hombre. Sentenciaba la vieja Doraima refiriéndose al polaco.

La mañana siguiente, reinaba un silencio de panteón en la casa. Las niñas temblaban de pánico, Arminda con sus ojos moreteados, estaba en el cuarto con su mamá hojeando un álbum de fotos de su papá Reinaldo.

El pervertido y temible esdransky, entró repentinamente a la habitación. Al ver semejante escena de remembranza, les gritó: 
-Reinaldo ya no existe, es nadie y nunca fue más que un pelele-.

Esa noche se fue la luz, y el pervertido polaco prendió una hoguera con las fotos de la familia Oliver, que muy orgullosamente preservaban desde tiempos de independencia, siempre metidos en el albur de las circunstancias sociopolíticas de la nación.  Las muchachas miraban las flamas con lágrimas en sus ojos.

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