UNA HOGUERA EN SU ALMA
LÁPIDAS
Eran días donde se recordaba mucho por radio y televisión el suceso de un barco que había zarpado desde Londres rumbo a Nueva York cuya obra decían retaba a los dioses del olimpo. Pero el Titanic no pudo sobrevivir porque un simple témpano de hielo rasgó una parte de su lomo metálico y con más de dos mil almas a bordo se hundió al fondo del mar Atlántico Norte. La película fue todo un éxito de taquillas. El viejo Emeterio le había botado a la basura la cinta contentiva del filme a su hijo Jonás, pues lo sintió distraído y le atribuyó la pesadez a la estúpida peliculita. Tocaron el timbre de la casa y Jonás salió corriendo para abrir. Sonaba en la casa música de navidad que otorgaba un cálido ambiente matinal. Abrió la puerta, era un señor de aspecto encorvado y apacible, tenía cierto defecto tumoral en el rostro, solo quería un favor:
—¡Por favor, sería tan amable de darme un vaso de agua!
La demanda de
un pobre señor que portaba un sombrero, guayabera verdosa y al costado la
biblia cobijaba. Lo miraron de reojo, ya que sus palabras sonaron con algún
chasquido que generó espanto. Jonás fue por el vaso de agua. No había culminado
de bebérsela cuando don Emeterio Fruto, quien venía subiendo las escalinatas de
la casa le echó una mirada despectiva al presunto evangélico. Pudieron observar
que el hombre padecía una extraña enfermedad tumoral en los labios, al
pronunciar sus palabras le sobresalía una lenguaza negra y bífida, hecho que
causó asombro y repulsión inmediata en la familia fruto. Le dieron el agua,
cogió el vaso y lo sorbió como hambriento desbordando chorros sobre su camisa.
Se marchó y tras de sí salió el viejo Emeterio con rostro asqueado. Por días
don Emeterio habló a los muchachos que frecuentaban la casa sobre la
importancia del aseo personal y la limpieza de vasos y utensilios del hogar.
Emeterio le
ordenó con su voz ronca a Jonás:
—¡Mira, Jonás….vota ese vaso!—ordenó Emeterio—. No
sabemos si el negro defectuoso dejó alguna infección en el recipiente.
Fueron risas
despectivas cuando Jonás lanzó el vaso al tacho de basura emitiendo un breve
trac.
Luego
apareció de la nada un talabartero (orfebre de cueros) muerto de risas, llegó
contando el episodio del loco Marquitos, otro harapiento de la Municipalidad
quien tenía por afición masturbarse en sitios públicos donde convergen las
chicas bonitas del poblado. El talabartero dijo que el loco Marquitos rondaba
la plaza Bolívar, había una concurrencia de jovencitas que entraban y salían de
la iglesia con sus padres al costado, una maestra que al moverse mostraba una
mínima parte de su espalda causó deseos en la mente de Marquitos. Se sacó su
manguera para darse placer, se veía extasiado y balbuceante en medio de la
tarde soleada, entonces corrió hasta donde se hallaba sentada la maestra, y a
sigilosas pisadas el loco Marquitos brincó por unos muros derramando su vomito
seminal sobre la espalda de la fémina. Fue todo un escándalo cuando el sádico
en su calistenia onanista lanzaba voces extasiadas al ver su cañón molotov
ardiendo para escupir el caldo a la mujer. Eran gritos de asombros y las ancianitas
se tapaban el rostro. El viejo Emeterio al oír la novedad manifestó que a ese
tipo de locos había que desaparecerlos sin piedad porque manchaban la moral
pública.
Don Emeterio
tenía menta de guapo, de carácter cerril, mirada penetrante, caminar lento y
circunspecto, cuyo cigarro fumaba y siempre lanzaba una sentencia enjundiosa y
pertinaz contra cualquier gesto que se saliera de sus límites, todo lo anti
higiénico que invitara al desprecio. Cuando don Emeterio fue a pedir la mano de
la señorita Ana Lucía, el suegro lo retaba que primero debía comprarle una casa
para poder llevarse a su hija. Años pasaron y Emeterio jamás olvidó aquel gesto
desafiante que incomodó al prometido de Ana Lucía Fruto. Al casarse, Ana Lucía
llevó consigo un retrato pintado y bien montado de su padre llamado Domaciano
Villasmil. Fue una disputa furiosa al divisar el cuadro que pendía en la sala,
Emeterio quien nunca olvidó la ofensa mandó a bajar aquel retrato y pronto lo
vieron en el patio, con un mechero, lanzando imprecaciones al cielo, quemando
el cuadro del suegro. Lo escupió y lanzó al botadero ardiendo sin derecho a
réplica:
—¡Aquí no hay foto de indeseables! —zanjó Emeterio—.
Ana Lucía, mi casa se respeta.
Ella quedaba silenciada y rendida a los designios de su
marido. Jonás siempre cuenta entre copas el desprecio que siente su padre por
el suegro.
Emeterio ha
sido muy hermético en su vida familiar, evitando que el linaje de su esposa Ana
visite en forma secuencial la casa de sus padres. Cierta mañana, una mujer
marchante le toca la puerta de su domicilio, buscando mostrarle unos cuadros
pintados por ella misma. Le habló de Rembrandt, Gustave Doré, Kandinsky, y se
afincó explicándole el significado que ha tenido las obras de Van Gogh para que
el mundo de la psicología indagara sobre el origen de las personalidades
melancólicas y las taras de la soledad. Hasta le recitó un breve pasaje de Van
Gogh:
Alguien tiene una gran hoguera en su alma y nadie
viene nunca a calentarse en ella, y los transeúntes solo ven un poco de humo
arriba, en la chimenea, y siguen su camino. Entonces, ¿qué hacer? Alimentar esa
hoguera por dentro, tener sal en sí mismo, esperar paciente y sin embargo, con
cuánta paciencia, esperar la hora en que alguien quiera venir a sentarse, permanezca…
—¡Triste la historieta de Van Gogh,
amiguita—Interrumpió Emeterio escrutando con belicosa ironía a la marchante que
estaba sudorosa!
—¿Y tú por fin qué es lo pintas, mujer? —Preguntó
Emeterio arqueando sus cejas.
—Bueno, señor—respondió la marchante— hago arte
abstracto y un poco figurativo.
—¿Abstracto?—replicó el viejo— ¡bah, amiguita! no le
veo ná' a ese poco e' rayero sin sentido bajo el pretexto de estudiar los
estados anímicos de pintores flojos.
Con ésta
última sentencia la mujer levantó sus pinturas y se despidió con ira y rezongo
por la guasa que manifestó el viejo Emeterio Fruto. El irritable y repugnante
padre de Jonás comentó en el porche que no existe obra estimable y
trascendental en la historia del arte que pueda atribuirse a una mujer, pues el
arte requiere de un sentido de objetividad puro, mientras que ellas siempre
andan metidas en lo subjetivo, mordiendo las vidas del vecindario. La verdadera
pintura es cosa de hombres, muchachos. Afirmaba el don con trunca sequedad. Una
joven que escuchaba no le gustó la máxima y se marchó al instante.
Una tarde,
don Emeterio decidió irse a la gallera, porque era un ferviente seguidor de las
riñas de gallos. Asunto que molestaba a su esposa, ya que al llegar borracho y
con los bolsillos rotos, empezaba a recordar lo de la foto de su suegro el
indeseable, aun estando muerto el padre de su mujer. Un muchacho de la escuela,
había empezado a frecuentar la esquina donde el señor Fruto echaba sus cuentos
de juventud. Se llama Miguel y hasta lo acompaña a la gallera. Emeterio ayudó
al muchacho a estudiar, y con los años le agarró cariño al mozuelo. Ana Lucía
siempre le decía a su marido Emeterio que las galleras eran malos presagios del
tercer mundo que evitaban una sana convivencia con los animales que nos
alimentan.
Emeterio, esa
tarde salió victorioso del jolgorio gallero apostando dinero en las contiendas,
así mismo el aguardiente y el ron hicieron enardecer el vapor etílico que
insuflaba en sus entrañas las ganas de reñir y pelear. La tarde empezó a morir
y alguien le prestó un caballo para que lo llevase a su domicilio, a condición
de entregarlo al día siguiente. Don Emeterio iba por las calles lanzando
canciones al aire, tonaditas lánguidas de provincianos cuyas vidas lentas eran
reducidas a murmullos típicos de zonas rurales. Pero en una esquina protestaban
los aldeanos por reivindicaciones sociales, pues el campo carecía de vías
perimetrales pavimentadas lo que dificultaba el libre comercio en la zona en
tiempos lluviosos. Quemaban monte y hacían simbolismos con cabezas de cerdo
clavadas a estacas en la puerta de la alcaldía, acompañados de vociferantes
insultos, levantando machetes y palos reclamando derechos civiles para
estimular la producción campesina. Emeterio se bajó del caballo y trajo la
reminiscencia, se tambaleaba a botella en mano y empezó a hablarles a la
pequeña turba sobre el gobernador que mandaba anteriormente. Estaba al frente
de las gestiones municipales un sujeto llamado Crisóstomo Domínguez, reta quito
y melifluo, se le atribuyen construcciones y vialidades importantes en la
aldea, así mismo Emeterio dijo recordar que un hippie fue a pedirle
financiamiento a Crisóstomo en procuras de llevar una banda de Rock al poblado, y como la maricocracia de
vez en cuando ejerce el poder, al ver el alcalde aquel rubio melenudo a ojos
azules quien aseguró ser un fenómeno paranormal venido del alfa centaury,
pronto le hicieron el cheque para el fulano concierto. Nunca se ejecutó el
evento ni sonido diferente a las maraquitas regionales. El chulo se llamaba
Bonis Bonalde.
De pronto, un
jocoso que pasó en un camión lanzó una concha de patilla (Sandía) que voló por
los aires, unos se apartaron y otros dijeron "cuidado a gritos",
muchos esquivaron la concha de sandía pero al borracho Emeterio la concha veloz
le estremeció el cráneo despeinándolo en su crencha engominada. La bronca se
prendió y al instante, el viejo que en su juventud fue boxeador, enardecido
buscó el lomo del caballo donde traía un bolso lleno de utensilios y cueros,
rebuscó y sacó un filoso machete para matar a ese maldito rufián. Cierto hombre
que se burlaba escondido en uno de los muros de la alcaldía lanzando voceríos
simiescos fue el que pagó los platos rotos por tener las manos mojadas, lo que
arrojó suspicacia al viejo colérico. Con odio de tripas empezó a corretear al
hombre y le gritaba que lo iba a destazar como un marrano por burlista y
faltón. Era un sujeto famélico que limpiaba las aceras de la alcaldía, se
llamaba Rufino Mirabal y nada tenía que ver con la concha de sandía, sin
embargo, el viejo arremetió en su contra y le pisaba los talones a punta de
machetazos:
—¡Párate
coñoemadre, fuiste tú quien me lanzó la concha de sandía! —vociferó el viejo
mientras levantaba el machete filoso.
Rufino se veía correr tratando de esquivar al
viejo que estaba tan ebrio como endemoniado. De vez en cuando se le volteaba
para explicarle que él no había lanzado nada, pero Emeterio se le encimaba con
su cara enrojecida, sus ojos vidriosos y su respiración agitada para llenarlo
de insultos y zumbarle machetazos, los que esquivó Rufino heroicamente.
—¡Yo te vi
hijo de la gran puta! —gritaba el viejo enardecido—. ¡Párate pa’ date tu
merecío! ¡Vago de mierda! ¡Porquería comunista!
Culminaba el iracundo con su serenata de
insultos alzando el machete. Sin embargo fue en vano, el hombre pudo
escabullirse asustado con los insultos y el machete filoso del viejo Emeterio,
quien finalmente cansado se paró en una esquina, todos lo miraban muertos de
risa unos y otros asustadizos. Se recostó a una casa, tomó aire y lanzó su
sentencia:
—Júro que, aunque sea después de muerto…te voy a
matar…coñoetumadre.
Los vecinos
de la comunidad observaron perplejos la riña desde sus ventanas sin olvidar
aquella lapidaria sentencia visceral. La mañana del entierro de Emeterio,
alguien quien le adeudaba una suma de dinero se acercó al féretro y al difunto
se le expulsaron los algodones de su nariz. El hecho cobró resonancia
inmediata. Muchos enmudecieron. Cuando lo llevaban al panteón en medio de la
llorantina familiar, había personas de variado pelaje que evocaban sus
borracheras y el proceder del don pues su carácter era producto de linajes
hacendados venidos de los Andes, parientes del mismo Juan Vicente Gómez. El
niño de la ventana ya era un hombre adulto a quien Emeterio había ayudado a
graduarse en la Universidad. Su cuerpo encorvado y su rostro cabizbajo marcaba
la tristeza y allí despedían todos al irritable, dadivoso y circunspecto
Emeterio Fruto en medio de un orfeón fúnebre y olor a flores que traían
numerosos amigos, familiares y conocidos del muerto.
Levantaron el
ataúd y salieron de la iglesia cargando por las calles del pueblo el enorme
cajón pesado, Rufino Mirabal, el de la concha de sandía, merodeaba el sepelio y
varios lo miraban con ironía cargando sobre su lomo la urna del difunto, las
viejas asomaban sus rostros por ventanales lanzando susurros como "el
entierro del demonio" y finalmente arribaron al cementerio donde se
hallaba un concurrido grupo de mirones de la gallera y estudiantes de la
universidad, muchas manos se disputaban el ataúd para cargarlo, llegaban
campesinos en camiones a dar recitales de Pedro Infante y en medio de tanta
bulla fúnebre ingresaron al camposanto el cajón, pegaba una brisa vespertina y
cuando Rufino Mirabal empezó a bajarlo hacia el nicho se escuchó el trinar
quebradizo de una lápida entre sus pies que le hizo resbalar y perdió el
equilibrio. Fueron varias manos y brazadas que lo pelotearon por la camisa
evitando que cayera a una fosa profunda donde lo esperaba la punta filosa de
una placa rota para traspasarlo.
—¿Viste?—finalizó Jonás—mi pá todavía te quiere matar,
Rufino.
Se marcharon
todos en completa turbación comentando las anécdotas entre murmuraciones y
tonadas de Pedro Infante.
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