LACRIMOSA


LACRIMOSA




Es fácil mandar entre inertes. Hay desvanecimiento. Hay poco tiempo para entregar el himno: ––¡Profesor! Le doy 24 horas ––me ordenó el presidente––. En el salón esos muchachos estaban pálidos con sus ropas raídas, sin cepillarse, malolientes.  ––¡Vamos! Hoy es un nuevo amanecer ––dije entrando al salón––. Os enseñaré a tocar cosas nuevas, muchachos. Mi opción fue tocar un popurrí: Wagner, Mozart y Beethoven. Lo logramos en una hora. Hicimos una grabación. La mandamos vía email a la dependencia presidencial. Pronto respondieron:

––Pero, qué les pasa a los muchachos ––dijo la secretaria cuando llamó. ¿acaso piensa usted, director, que con esta música de muertos tendremos el nuevo himno de MORGAN? Pues, no y no. Mueva sus muchachos.

El presidente preguntó que si eran todos mongólicos. Quería un himno igual para todos. ¡Sigan trabajando! Son 13 los compañeros de la muerte y 13 son las leyes de M. La iglesia decretó que todos lleven la misma firma al nacer y morir porque así os mitigaremos vuestros pesares. Lo verán en el cementerio.

––Profesor, tengo hambre––dijo un muchacho–– ¿puedo salir a comer? ¿Sí?

––El hambre es cosa espiritual, hijo, ––comenté––. Podemos pasar hambre por amor a la música, por amor a la vida y por amor a Cristo. Mozart nos espera en el camposanto el día del juicio final, o sea, cuando terminemos el himno que nos encomendaron. Pronto comerán.

––Profesor, usted también se parece a nosotros ––interpuso una alumna–– se ve palidecido y famélico.

Hice caso omiso porque aquí ya no importa sentir helmintos en el estómago vacío. Ordené tocar otras líneas de composición. La respuesta presidencial fue la misma:

––¿Y eso qué? Ahora es un carnaval. Entonces los enviaré al camposanto. Ojalá los músicos de antaño enseñen algo mejor. El tiempo se escurre y las aguas les llaman.

Así fue: nos ordenaron en cola caminando hacia el camposanto de M. Nadie tiene que ver con nosotros. Pasamos por la iglesia del lugar y sonaron unos cánticos a coros deslumbrantes. Iglesia M.

En la vía uno de mis alumnos se desmayó:

¡––Levántese––le gritó uno de los guardias custodios––. Cuando terminen la sinfonía les daremos toda la comida que quieran.

Es un sargento de coto enorme cuya papada es semejante a un cerdo. El ristre de estrellas marciales refulge en sus hombros cuyo brote orgulloso reluce entre sus gestos. Se lee en el distintivo emblemático: Milicias M.

Llegamos al camposanto de M.

––¡Deténganse! ––Ordenó el sargento––. Toquen algo. Vamos, alégrense.

Los muchachos estaban cansados con el peso de los trombones, violines, chelos, trompetas y percusión. Tocaron con desdén. Hice señas a un vehículo que cruzó donde al volante iba una linda rubia llevándose algo a la boca. Creo que no me vio. No podían vernos o se hacían los locos. El sargento se sentó en una tumba y de un bolso verde sacó una vianda de comida. Los muchachos se quedaron lerdos, babeados, sollozando de hambre. Ordené tocar después el himno de la alegría. Sonó la sinfonía acompasada en el aire con el hedor a pollo con patatas fritas. Fue extraño atisbar varias fosas abiertas, eran muchos esperando gente nueva, himnos nuevos, helmintos nuevos.

El sargento eructó, se levantó y sacó una cajetilla de cigarrillos. Fumó con placidez meneando su amorfo cuerpo tarareando el son del himno a la alegría. En un descuido, uno de mis alumnos se acercó a la tumba y le agarró un muslo de pollo:

––Quieto ahí––le gritó el sargento al pillarlo––. No lo comas, mocoso…noooo
¡Mongólico…!

Extrañamente el sargento desapareció. Una voz tenebrosa susurró por todo el camposanto de M: «busquen al sargento, socaven el campo».

El cielo se tornó gris. Hubo una sensación de completo desvanecimiento.

––Vamos, muevan las tumbas y osarios ––dije––. Encontremos al sargento. ¡Rápido!

Los muchachos, boquiabiertos, empezaron a romper tumbas y lapidas por doquier:

––¿Por qué hacemos esto, profesor? ––Preguntó un muchacho––. Díganos, profesor, si así entonaremos el nuevo himno.

––Son órdenes, no tengo culpa ––respondí––. Sigamos buscando al sargento, prometieron darme un banquete de camarones rebozados al final del día. Ya siento el sabor en mis dientes.

De los osarios salieron huesos viejos, trajes harapientos, ropa de los años treinta, tumbas cuyas lapidas traslucen gente de renombre: gallegos, medina, volpi, y muchos otros. El sargento no estaba en ninguna de las tumbas. Aquí el que ve comer pronto muere. En las tumbas se leía una misma inscripción rubricada: C.M.

––Profesor, creo que me convertí en un lagarto––dijo un alumno––. Me siento flotando. ¿Será un sueño?

––Profesor, creo que soy un pelicano––añadió otro jovencillo.

Otra vez la voz oculta susurró al viento: «el río Morgan los espera, allí comerán. Espero por la tablilla. Es realidad el tribunal que os juzgará».
Comenzó a llover. Tenue primero, acentuado después.

––Profesor, tenéis forma de duende ¿qué le pasó?

––Profe... me caigo, profesor muerte…hambre..

No sé cómo han acontecido hechos tan lamentables. Sólo sé que los transeúntes no se percatan que unos jovencillos están socavando las tumbas del camposanto. Parece que aquí no nos dejan quietos ni después de muertos. El cementerio es un jolgorio de murmullos con osarios abiertos. Yo, recibo órdenes y no sé si soy culpable, esa incógnita psicoanalítica que molestó a tantos anteriormente cuya solvencia se atrinchera en el pasado.

…en el río Morgan los esperan


De  súbito  vi  caer  de  bruces  un  mausoleo  mientras  uno  de  los  púberes  soltó  el grito:
¡Cuidado! El sonido quebradizo de la lápida marmórea estremeció el lugar. Los de afuera no  saben  nada  y  se  hacen  los  locos.

––¡Profesor,  profesor!  Creo  que  soy  una   pantera. ¡Auxilio!

––¿Qué está ocurriendo aquí? ––Dijo un guardia que entró blandiendo el fusil––. ¿Y esas tumbas abiertas qué? ¿Dónde está el sargento Morgan?

––Lo estamos buscando––contesté.

––¿Qué? ¿Están locos? Esa es la tumba del sargento Morgan, ustedes la han saqueado.

––Profesor––me gritó uno de los míos––. Mire lo que encontré.

El muchacho alzó un refulgente objeto broncíneo en cuyo centro se leía la inscripción: «Lacrimosa».

Sonaron con estrépito unos pasos presurosos.

––Quietos ahí––vociferó un guardia corpulento––. Ah, aunque estos dos son los que andan saqueando tumbas. ¡Espósenlos!

Nos sacaron del camposanto.

––¡Auxilio! ¡Auxilio! ¡Profesor, sáquenos de aquí! ––gritaban ellos desde algún lugar capcioso.

De pronto me volteé y no estaban los demás. Esto no es un sanatorio mental.

––¿Y los otros muchachos? ––pregunté––. Mis alumnos estaban aquí.

––¿Cuáles otros? ¿Estáis loco o qué, tío? Ustedes andan saqueando dientes de oro en las tumbas. ¡Ladrones!

A las seis de la tarde nos iban a ejecutar. Es decir, nos iban a lanzar al río.  Recuerdo que años antes había sido un pleito de tribunales. Fue el 8 de julio. Una compañía petrolífera quiso cerrar el caudal del río y en honor al que ganó el pleito, le pusieron el nombre: río Morgan. Antes tuvo un feo nombre. Aquí los nombres se cambian a diario y poco importa.

–– ¿Dónde están mis alumnos? ––pregunté con rabia.

––Cállate. Te los comiste a todos, eres un vulgar ladrón de tumbas y para colmo esquizofrénico. ¡Come gente!

Unos guardias soltaron las carcajadas. El río Morgan comenzó a moverse con alocada fuerza. La lluvia se agudizó. Truenos y relámpagos. Ellos se habían desmayado quedándose dormidos en el interior de unas fosas.

––Vamos––ordenó el guardia––. Colóquense allí.

Con el fusil de asalto señaló a la orilla del río. Me dije que era el fin. Cuando cerré los ojos junto a mi otro yo, mi gran amigo, los guardias cargaron sus rifles:

––¡Adiós vida, adiós hambre! ––Recordé lo que dije hace mucho tiempo.
Entonces hubo un prolongado silencio.

––¡Sargento! Mire al río––dijo un oficial con voz  trémula.

Eran los muchachos. Todos vilipendiaban sobre el río Morgan. Tocaban sus violines y clarinetes el tema de la lápida broncínea: Lacrimosa. ¡Qué emoción! Vislumbré toda la orquesta flotando sobre el río. Tenían sus rostros harapientos y mientras tocaban, vomitaban espumarajos verdes por bocas y oídos. Son mis santos. Me dije.

El tribunal estuvo copado de mirones.

––¡Profesor Carlos Cienfuegos! ––Dijo la juez del tribunal––. Póngase de pie.

Asentí. Divisé en la sala una sarta de cámaras tirándome fotos. Clic. Murmullos. Clic. Susurros. El profesor del río Morgan––mascullaban.

––Éste tribunal lo condena a cadena perpetua.

––¿Por qué? En este país no existe dicha calificación jurídica. Están mal alimentados.

––Por el asesinato masivo de sus alumnos en la academia musical. Los enterró vivos en el cementerio alegando no sé qué cosa sobre una orden presidencial. ¿Qué opina?

––No es mi culpa. No fui yo. Fue el hambre.

––Ya lo sabemos––repuso la juez––. Por eso hemogenética forense aseveró en el diagnóstico, que en su materia fecal encontraron residuos de pulpejos dactilares. Usted comió los dedos de todos sus alumnos. ¡Monstruo!

––¿Yo? ¿Cómo lo dicen? ¡Jueces fantasmas!

––Lo sedaron e hicieron las pruebas de rigor.

––¿Sedar? Ustedes me incriminaron en esto. Esas pruebas son falsas. ¿Son vegetarianos?

––No lo son, profesor Cienfuegos. Mi única duda es, ¿cómo hizo usted para caminar sobre las aguas del río Morgan?

––Rebuzné como un asno. Es todo. Tengo hambre. ¿Se ha preguntado qué hay bajo su piel?

Cuando me sacaron esposado del juzgado estaban una fila de personas vestidas de reos: camisetas blancas a rayas negras. En sus pechos se leía la inscripción: lacrimosa. Ahora nadie se baña en el río Morgan y todos lloran cuando me pongo a tocar la cítara sobre él. Postularon las mil y una mitologías sobre el señor Morgan. Dijeron que fue un patriota que en los campos de batalla veía a sus enemigos en forma de pollos y se los comía.

Clarisa se entretuvo en uno de los salones. Habló con un señor quien le contó su historia:

–Hija, ven a mí, no temas.

La niña observó desde la puerta al señor imbuido en su traje largo oscuro. Hablaba con voz ronca, susurrante.

––Señor, mami dice que no debo hablar con extraños ¿dónde están sus piernas? ¿Quién es usted?

––Ésta es mi casa. Aquí viví algún tiempo. Una noche se metieron unos malos señores a mi habitación,  y,  ¿sabes lo  que pasó? ¡Up! Me amarraron  y me zumbaron al río. Estás en casa, soy Rick Morgan, niña. ¿Te gusta mi historia? Soy dueño de todo lo que ves y tocas. Ustedes me pertenecen. Soy el himno, la escuela y la tumba destrozada de ustedes. Soy el sargento Morgan. Me deben hasta la historia de sus vidas, niña melosa.

La niña me miró con fijeza.

Dijo que el señor tenía calzado un sombrero de copas que dificultaba determinar su verdadero rostro. Clarisa se acercó al escritorio donde Morgan tenía un bloc de notas y un bolígrafo plateado junto a una extraña y derruida tablilla.

––Tienes bonitos dedos––le dijo Morgan a la niña.

Sonó el timbre.

––¡Clarisa!––gritaron–– ¡Clarisa! ¿Dónde estás?

Ella se apartó del escritorio. La luz se apagó y en su último respingo logró ver a Rick salir flotando por la ventana. No tenía piernas y su roído traje tremoló al viento.

––¿Por qué han dejado el salón musical abierto? ––objetó la directora recordando que sólo se abría el 8 de julio, día de la independencia en ciudad Zardómeda.

Clarisa montó su llorantina. Había cogido el cuaderno de notas del señor. La letra era impecable. Todas las maestras rodearon estupefactas a la niña que contó la historia. En efecto, era un músico, nadie sabe cómo murió pero aseguran que vivió 120 años alimentándose por dedos infantiles. La escuela fue su antaña residencia, aquí se erigió el primer cementerio del lugar que fue clausurado en tiempos de  la guerra federal:

––Profesores––culminó Clarisa llorando–– cuando mueran quiero meterlos en un frasco de vidrio para verlos siempre. A ustedes no les pasó nada cuando la escuela se quemó, pero a mi finalmente algo me sucedió.

Salió volando por la ventana, me dijo que mis dedos eran bonitos. Clarisa se convenció en ese momento que tenía alas de ave. Pegó una carrera y se lanzó desde la planta para irnos a otra escuela. Sonaron unos violines y trombones en el salón. La libreta de notas quedó abierta y empapada de sangre, se había borrado. Nadie quiere entrar a la escuela.




 (Vautrin) Zaraza- 20 de Junio del 2016



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